Decían que había que oír cantar a Ángela Peralta y no verla, porque su fealdad era impresionante. De baja estatura, ojos saltones, gorda y estrábica. Pero su voz era un milagro de tonalidades imposibles que ella lograba en los escenarios de México y Europa. Nació en el año de 1845 y murió en Mazatlán el 30 de agosto de 1883 de la terrible enfermedad de esos años: el vómito negro.
Sus restos mortales llegaron a la Ciudad de México en el año de 1937 para ocupar un lugar en la Rotonda de los Hombres Ilustres (el añadido políticamente correcto es muy posterior). Fueron días de tributo y admiración: la capilla ardiente se impuso en el Conservatorio Nacional; luego, en el Palacio de Bellas Artes se le rindió homenaje antes de partir al panteón. Su tumba quedó muy cerca de Luis G. Urbina y Amado Nervo.
De ella escribió esto Artemio de Valle Arizpe: «Esta maravillosa artista fue única no sólo en su patria, sino en el mundo entero, pues nunca ha habido en ninguna parte una cantante tan radiosa como Ángela Peralta, ni puede haberla tampoco, porque era un prodigio de la naturaleza. “Se le llamaba la sola rival de Adelina Patti, y muchos públicos inteligentes le dan la preferencia por su voz conmovedora y por la limpidez de su ejecución”».