Si un hombre de principios del siglo XX atravesara Santa Isabel (hoy Eje Central Lázaro Cárdenas) sobre la avenida Juárez rumbo a Reforma, sus pasos lo llevarían hasta López y luego a Dolores. Unos pasos adelante, el mismo hombre encontraría Coajomulco. En esta calle, envueltas en la oscuridad, las siluetas de hombres y mujeres subían y bajaban de un viejo edificio. Ahí estaba La América. En tiempos de lluvia, estas calles se enfangaban y se volvían callejuelas oscuras, clandestinas, propicias al delito.
El escritor Ciro B. Ceballos escribió: «Todos los trasnochadores ricos o pobres, elegantes o humildes, que se habían divertido en algún baile, que habían reído en algún velorio, o se habían excitado en la ópera con los poblados sobacos de una italiana diva o en las tandas del Teatro Principal con las libidinosas contorsiones de alguna calipigia española, tenían inevitablemente que recalar de arribada forzosa, en ese popularísimo lugar, verdadero refugio de pecadores y pecadoras y hasta de “impecables”».
La América no cerraba sus puertas. Ese bar derrotó a la penumbra cuando sus candiles sustituyeron las bujías por los focos eléctricos. A partir de las doce resplandecía de aventura y novedad. Los bebedores de la ciudad se sentaban a las pequeñas mesas de mármol dispuestos a perder una noche de su vida entre copas.