La imagen es conocida: en el muro de la calle de Plateros del edificio de La Mexicana, Pancho Villa clavó el nuevo nombre de la calle: Francisco I. Madero. Dos Méxicos se encontraban: el de la Revolución y el de la alta sociedad porfiriana enfrente en La Esmeralda. La nueva burguesía asistía a La Esmeralda a comprar joyas de la casa Hause-Zivy y compañía, piezas de orfebrería de Christofle y de la cristalería Baccarat para enaltecer los salones de las casas de los porfirianos eminentes.
El interior de la casa porfiriana quiso resarcir la pérdida de la vida privada en la ciudad. Los porfirianos lo intentaron entre las cuatro paredes de sus casas: fundas, edredones, relojes, vajillas, cubiertos, bibelots; todo aquello en lo que pudieran dejar su huella. El interior, escribió Walter Benjamin, no sólo es el universo del hombre privado, también es su estuche. La casa porfiriana es un estuche, la consolidación de la vida privada al otro lado del espacio público de la ciudad. La esquina de Madero e Isabel la Católica era el manantial de esa vida privada, exclusiva, lujosa.
Este gran edificio, notable por sus finos trabajos en mármol, cuyo reloj fue punto de referencia de la ciudad de fines del siglo XIX, se convirtió, con los años, en una oficina de burócratas e incluso en una discoteca. Actualmente lo ocupa el Museo del Estanquillo, que reúne la colección privada del escritor Carlos Monsiváis.